La catedral de Turing: Los verdaderos padres de la computación
(Esta entrevista con George Dyson, historiador de la tecnología y autor de La catedral de Turing, se publicó originalmente en The Observer el 26 de febrero de 2012.)
Hace tiempo, una «computadora» era un ser humano, normalmente femenino, que llevaba a cabo los cálculos que le asignaban hombres trajeados. Entonces, en los años cuarenta del siglo pasado, algo sucedió: las computadoras pasaron a ser máquinas electrónicas. Este cambio tuvo consecuencias asombrosas: en última instancia, dio lugar a una tecnología que llegó a formar parte indisociable de nuestras vidas a finales del siglo XX y principios del XXI, y que ahora es indispensable. Si los miles de millones de ordenadores en los que se sustentan nuestros sistemas de apoyo industrializados (la mayoría de los cuales pasan inadvertidos) dejasen súbitamente de funcionar, nuestras sociedades tardarían muy poco en paralizarse por completo.
Por ello, las cuestiones sobre la procedencia de esta fuerza prometeica son fascinantes, tan interesentes a su manera como los orígenes de la Revolución Industrial. Y, como sucede con la mayoría de estas cosas, disponemos de un mito de creación, que parte de Alan Turing y su idea de «una única máquina capaz de computar cualquier secuencia computable» para a continuación bifurcarse en dos vertientes. Una es la británica, que pasa por la computadora «Colossus» construida en Bletchley Park por Tommy Flowers, colega de Turing durante la guerra, para permitir descifrar los códigos Enigma alemanes. La otra versión es estadounidense, arranca con la construcción del ENIAC en la Universidad de Pennsylvania en 1943 y pasa por la industrialización de esta tecnología a través de compañías como Univac e IBM, que construyeron los enormes ordenadores mainframe que configuraron las industrias de mediados del siglo XX. Ambas versiones convergen posteriormente con la entrada en escena de Xerox, Apple, Intel y Microsoft, y acaban conduciendo a un mundo en el que encontramos un ordenador dentro de prácticamente cualquier objeto.
En su notable libro La catedral de Turing, el historiador de la ciencia George Dyson se propone darle un lavado de cara revisionista a este mito de creación. Dyson centra su atención en un reducido grupo de matemáticos e ingenieros que, bajo la dirección de John von Neumann, trabajaron en el desarrollo de la bomba de hidrógeno en el Institute for Advanced Study (IAS) situado en Princeton, Nueva Jersey (pero no en la Universidad de Princeton). Este grupo no solo construyó una de las primeras computadoras que plasmaba la visión de Turing de una máquina universal sino que –lo que es más importante– definió los principios arquitectónicos de un «ordenador de programa almacenado» de propósito general en los que se basan todos los ordenadores posteriores. El argumento de Dyson, resumido torpemente, afirma que debería ser la máquina del IAS, y no el ENIAC o el Colossus que la precedieron, la que tuviese la consideración de fuente y origen del mundo moderno.
Parece técnico –y lo es– pero el relato que nos ofrece Dyson de cómo se concibió y se construyó la máquina de Von Neumann es un hermoso ejemplo de narración tecnológica (tan bueno, a su manera, como The Soul of a New Machine, el libro de Tracy Kidder sobre la creación de una minicomputadora de Data General, o Insanely Great, de Steven Levy, que cuenta la historia de cómo vio la luz el Macintosh de Apple). Pero, como Dyson es una especie de erudito encubierto, La catedral de Turing es mucho más que una crónica del progreso ingenieril: incluye fascinantes digresiones en la historia y la física de las armas nucleares, los cimientos de la lógica matemática, las ideas matemáticas de Hobbes y Leibniz, la historia de la predicción meteorológica, los trabajos pioneros de Nils Barricelli sobre vida artificial y muchísimas otras cosas interesantes.
Las circunstancias de su nacimiento y su temperamento le proporcionaron a Dyson una posición de privilegio desde la que abordar este proyecto. Su padre, Freeman, es un físico teórico de renombre; su madre, Verena Huber-Dyson, también es matemática; y su hermana, Esther, es una destacada inversora y pensadora tecnológica. De niño, George vivió en el IAS, porque su padre ocupaba uno de los preciados puestos de catedrático en la institución. Huyó de ese intenso entorno a los 16 años y acabó en la Columbia Británica construyendo káyaks empleando un diseño tradicional. En los años transcurridos desde entonces, Dyson ha oscilado entre la fabricación de canoas y el estudio de la historia de la tecnología. Su libro de 1997, Darwing Among the Machines, es una de las reflexiones más profundas que he leído sobre lo que implica disponer de una capacidad de computación distribuida y conectada en red.
La catedral de Turing es un digno sucesor de ese libro previo. Tras terminar de leerlo, le escribí a Dyson para explorar algunas de las ideas que me habían llamado la atención. Esta es una transcripción editada de nuestra conversación por vía electrónica.

John Naughton: ¿Por qué se embarcó en el proyecto del libro? Es una tarea descomunal.
George Dyson: Cuando empecé, no tenía ni idea del trabajo que supondría, pero pensaba que se subestimaba el papel del trabajo ingenieril que se llevó a cabo en el IAS. Y, aunque utilizaba ordenadores, no los entendía del todo, y la única manera de comprender algo realmente pasa por entender sus comienzos.
J. N. : Pero el trabajo ingenieril no es lo único minusvalorado. Tras terminar el libro, volví a repasar las historias «populares» aceptadas de la computación digital, y parece como si la máquina del IAS prácticamente se hubiese borrado de ellas. En la mayoría de esas historias, la narración comienza con el ENIAC en Pennsylvania y el Colossus que se construyó en Bletchley Park. Pero estas no eran computadoras de programa almacenado, y por consiguiente no eran realmente los antepasados de los ordenadores que utilizamos actualmente, mientras que la máquina del IAS sí que lo era. ¿Estaba usted intentando rescatar la arquitectura de Von Neumann del olvido al que había sido relegada por la historia dominante?
G. D. : La respuesta a su pregunta tiene varios niveles. En primer lugar, el libro no trata sobre la «primera» computadora. Es un intento de contar la historia de lo que sucedió realmente, no de determinar quién fue el «primero» (a excepción de Turing, en el sentido matemático).
En segundo lugar, hay un detalle importante en la historia: el grupo de Von Neumann diseñó la máquina del IAS, y desarrolló el código que se ejecutaría en ella, pero sufrió un retraso de dos años debido a problemas con el hardware. Durante ese periodo, sometidos a una gran presión para que empezasen a ejecutar cálculos relacionados con la bomba, se dieron cuenta de que podían reconfigurar el ENIAC para convertirlo en una verdadera máquina de programa almacenado, capaz de ejecutar el código que habían escrito para la máquina del IAS. Y esto funcionó realmente bien (tanto que, como el proverbial viajero que retrocede en el tiempo y mata a su abuela, puede que con ello hiciesen que disminuyese su prominencia como pioneros. Hay gente que dice: «Pero eso ya lo había hecho antes el ENIAC».
El tercer nivel, como menciono en varios lugares, consiste en que, durante mucho tiempo, el IAS evitó activamente llamar la atención sobre lo que había sucedido allí. En parte se debió a una aversión hacia la ingeniería, y en parte a una renuencia a verse envueltos en la disputa alrededor de las patentes del ENIAC (por aquel entonces, el caso más importante en la historia legal estadounidense). Personalmente, creo que también fue en parte consecuencia del trabajo sobre la bomba de hidrógeno. Oppenheimar fue, en muchos sentidos, un mártir voluntario ante la percepción pública de que se había opuesto al desarrollo de la bomba. No encajaba con esta imagen pública llamar la atención sobre el hecho de que buena parte del trabajo numérico esencial que condujo a la bomba de hidrógeno había tenido lugar, bajo su dirección, en el IAS.
J. N. : ¿Cuánto tiempo le llevó escribir el libro?
G. D. : Hace ahora exactamente diez años [esta entrevista se publicó en febrero de 2012] que decidí ir a Princeton y empezar a desenterrar material, y (gracias a Charles Simonyi) me invitaron a pasar un año en el IAS. Me encanta investigar, disfruto editando, pero me cuesta mucho obligarme a escribir, que es lo que se necesita entre ambas fases. No puedo escribir en mi taller de fabricación de canoas, porque tengo muchas distracciones, y tampoco en casa, porque no tengo ninguna. Así que acabo yendo de un sitio al otro, y con el tiempo algo va tomando forma. A partir de ahí todo es más fácil, con unas 30 reescrituras antes de que se pueda publicar. Un dato pone las cosas en perspectiva: el grupo de Bigelow-Von Neumann concibió, diseñó, construyó su ordenador y comenzó a resolver problemas importantes con él en menos tiempo del que yo he tardado en escribir sobre ello.
J. N. : ¿Cuál es el origen del título?
G. D. : Se lo debo a las ideas de Alan Turing (tal y como las expresó en 1950) sobre cómo deberíamos entender la verdadera inteligencia artificial: «Al intentar construir tales máquinas no estaríamos usurpando irreverentemente Su poder para crear almas más de lo que lo hacemos en la procreación de los hijos; más bien somos, en todo caso, instrumentos de Su voluntad al proporcionar mansiones para las almas que Él crea».
En 2005 visité la sede de Google y lo que vi me desconcertó por completo. Un ingeniero me susurró: «No estamos escaneando todos esos libros para que los lean las personas, sino para que lo haga la inteligencia artificial». En ese momento, pensé: «Esta no es la mansión de Turing, sino la catedral de Turing». Y ese acabó siendo el título del libro.

J. N. : Escribe con profundo conocimiento sobre John von Neumann. ¿Significa eso que lo conoció bien cuando usted era joven? ¿O es simplemente el reflejo de hasta dónde llegó su investigación sobre él y sus contemporáneos?
G. D. : Este conocimiento íntimo es resultado de que la familia de Von Neumann me permitiese acceder a dos décadas (1937-1957) de correspondencia privada entre Johnny y Klári von Neumann (de soltera, Dán): montones de cartas manuscritas, que contenían detalles tanto técnicos como íntimos de todo lo que sucedía es sus extraordinarias vidas en aquella época extraordinaria. La fuerza que tienen las cartas manuscritas es asombrosa (debo agradecerles a Gabriella y Béla Bollabas, de Cambridge, su meticulosa traducción de las partes escritas en húngaro; las cartas pasan continuamente del inglés al húngaro en función de los asuntos que traten).
En 1955 –cuando yo tenía solo dos años– Von Neumann prácticamente había abandonado el IAS para trabajar en Washington como comisionado de la energía atómica, por lo que no fue una presencia en mi infancia. Sin embargo, uno de mis primeros recuerdos es de una fiesta en casa de unos amigos, y de que me dejaron en una cuna en el dormitorio de los niños. Recuerdo estar de pie apoyado en los barrotes de la cuna, enfandado, sin poder escapar. Un hombre muy alegre y simpático entró en la habitación, me habló y me dio a probar su bebida. Quizá fuese Von Neumann, aunque probablemente no.
J. N. : El libro me hizo caer en la cuenta de algo que no había entendido correctamente hasta ahora: la íntima relación entre los requisitos impuestos por el Ejército y los orígenes de la computación. Esto es algo que supongo que la mayoría de la gente no sabe a día de hoy: creen que la computación comenzó con IBM, o quizá con Bill Gates. Pero su historia está impregnada de las complejas interrelaciones entre el esfuerzo bélico y la matemática aplicada.
G. D. : Es muy posible que el desarrollo de la mente humana se deba al desarrollo de estructuras de almacenamiento de comandos para las secuencias de movimientos necesarios para acertar con un animal (u otro humano) en movimiento, y que el lenguaje surgiese como una adaptación oportunista de esas estructuras de comando inactivas para otra finalidad. De manera que, sí, probablemente la poesía y la violencia estaban interrelacionadas desde el principio.
El epítome de esta interrelación es lo que sucedió en Los Álamos: si los científicos diseñaban las armas, podrían dedicar el resto del tiempo a hacer toda la ciencia pura que quisiesen, sin tener que dar explicaciones. La mayoría de los avances más importantes del siglo pasado, desde la computación a la comprensión de la genética, a proyectos que se originaron inicialmente en laboratorios militares como este.
J. N. : Otro tema recurrente tiene que ver con la famosa idea (equivocada) de WH Hardy sobre la «inutilidad» de la matemática pura. Su libro traza muy claramente la progresión desde Hilbert hasta la máquina del IAS, pasando por Gödel, Turing y Von Neumann. Supongo que, en aquella época, nadie podría haber imaginado que las discusiones sobre los cimientos de las matemáticas podrían tener alguna vez resultados prácticos.
G. D. : ¡Sí! Por ejemplo, resulta muy sorprendente que Turing, que fue poco menos que un marginado (salvo entre un pequeño grupo de colegas expertos en lógica) durante los dos años que pasó en Princeton, fuese votado como el segundo exalumno más influyente de la historia de la Universidad de Princeton (¡en un campo que se remonta hasta 1746!).
J. N. : Otra valiosa moraleja de la historia es la importancia de publicar en abierto. Toda la documentación de la máquina del IAS se hizo pública, lo que significaba que la máquina se podía clonar en algún otro lugar (como así sucedió en empresas privadas, como IBM, y en otros centros de investigación), mientras que quienes construyeron el ENIAC obtuvieron las pertinentes patentes, fundaron una compañía y, con el tiempo, acabaron enredados en batallas legales. Actualmente, la industria de los ordenadores está cada vez inmersa en el mismo tipo de guerra de patentes, por lo que es posible que debamos extraer alguna lección al respecto. ¿Existe alguna correlación entre la transparencia y la innovación?
G. D. : Así es. Y lo asombroso –cosa que horrorizaría a Abraham Flexner [padre intelectual del IAS]– es que las instituciones académicas son ahora quienes lideran la tendencia a restringir la utilización de los resultados de la investigación científica. Por supuesto, se argumenta que esto permitirá obtener mayor financiación para la ciencia, pero en mi opinión esos argumentos carecen de sentido. Volviendo de nuevo al acuerdo original entre Oppenheimer y el Ejército en Los Álamos: las armas serían secretas, pero la ciencia sería pública. Cuanto más nos distanciamos de ese tipo de acuerdo (ya sea con el Ejército o con la industria), más perdemos.
El sanctasanctórum del IAS es la sala Rosenwald de su biblioteca principal, que está climatizada y donde se conservan libros raros, incluidos manuscritos de valor incalculable y textos posteriores. En sus estanterías descansa, junto a las primeras ediciones de Newton y Euclides, la colección completa de los volúmenes de los Electronic Computer Project Interim Progress Reports. Y ahí es donde deben estar.
Fuente: «The True Fathers of Computing», entrevista de John Naughton a George Dyson (The Observer, 26 de febrero de 2012)
Primeras páginas del libro (pdf)
La catedral de Turing, de George Dyson | Biblioteca de Por amor a la ciencia
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