¿Cómo sabemos realmente lo que sabemos?

La Royal Society, la Academia de ciencias del Reino Unido, es una de las sociedades científicas más antiguas y prestigiosas del mundo. Desde su fundación, en 1660, se ha regido por el lema que aparece en su escudo, y que es también uno de los cimientos del conocimiento científico: «Nullius in verba».

Royal Society: «Nullius in verba»
Fuente: Royal Society

La expresión, que significa algo así como: «En la palabra de nadie», refleja «la voluntad de los miembros de la Royal Society de hacer frente a la tiranía de la autoridad y de verificar cualquier afirmación recurriendo a los hechos experimentales.»1

Pero, aun suponiendo que ese lema tuviese pleno sentido en el siglo XVII, más allá de como un ideal al que aspirar, que plasma el espíritu científico, y por mucho que los amantes de la ciencia nos empeñemos en defenderlo a capa y espada cuando discutimos con quienes (suponemos que) se dejan guiar  por sus creencias religiosas o pseudo (= anti) científicas, ¿tiene realmente vigencia en nuestro siglo XXI, en que la ciencia avanza en infinidad de direcciones a velocidad de vértigo, en que los científicos, los expertos, saben cada vez más de cada vez menos cosas, en que aspiramos a que incluso el debate político esté basado en evidencias?

El programa Analysis de la BBC Radio 4, en un episodio titulado «Political Prejudice» [«Prejuicios políticos»], se planteaba hace unos meses esta cuestión a propósito, en particular, de los prejuicios políticos que tiñen nuestra opinión respecto de asuntos que, en principio, deberíamos ser capaces de analizar desapasionadamente utilizando las herramientas científicas. Asuntos como, por ejemplo, el cambio climático.

Según su presentador, Michael Blastland, ante una pregunta tan aparentemente susceptible de recibir una respuesta científica como: «¿Se está calentando la Tierra?», la inmensa mayoría de nosotros dejamos que nuestros prejuicios nos dicten la respuesta. Así, en este caso, las personas de izquierdas tienden a contestar afirmativamente, mientras que la mayoría de quienes responden que «no» son de derechas.

Roger Scrouton, filósofo y escritor «conservador», afirma que: «Las opiniones de la gente sobre cuestiones meramente factuales suelen guardar relación con otras actitudes que no son intelectuales, sino que están implantadas de manera más profunda en nuestra respuesta global a la comunidad humana y a los problemas que la vida nos plantea.»

Jonathan Haidt, profesor de Ética Empresarial en la Universidad de Nueva York y autor de The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion [La mente íntegra: por qué la política y la religión provocan división entre buenas personas],  define esta «mente íntegra» como la que «procesa información sobre en qué cree tal o cual persona, quién pertenece a tal o cual grupo, quién hace trampas… lo que nos permite trabajar conjuntamente con otras personas, procurar que no abusen de nosotros, dilucidar quién es leal, y ser capaces de grandes logros cooperando entre nosotros. Si uno comprende adecuadamente la psicología moral, y se da cuenta de hasta qué punto es grupal, lo mucho que hace que formemos equipos, puede comprender mucho mejor la política y la religión.»

«Uno de los principios básicos del libro –explica Haidt– es que la moral nos une al tiempo que nos ciega [«morality binds and blinds»]. Como humanos, una de nuestras fantásticas habilidades es que somos capaces, conjuntamente, de dejar de ver algo si hay cosas que hemos sacralizado como grupo.»

Y esto, según Haidt, sucede no solo con la política o la religión, sino también con la ciencia: «La idea es que debemos entender cada desacuerdo moral como un conflicto entre grupos, entender qué es lo que cada uno de estos grupos considera sagrado, y ahí será donde hallemos el foco de irracionalidad para cada uno de ellos.»

«En los años sesenta y setenta, la izquierda comenzaba a sacralizar la Tierra y la Naturaleza; y la derecha hacía lo propio con el libre mercado. Pasa el tiempo, la Tierra se empieza a calentar, los científicos comienzan a hablar de ello… Hasta aquí, todo normal. De momento, no es más que una cuestión científica. Pero fijémonos ahora en los remedios.»

»En la izquierda, estos son normalmente del tipo: «Tenemos que dejar de emitir tanto CO2, tenemos que establecer controles, pasar a utilizar bicicletas y combustibles alternativos… La izquierda empieza a impulsar las soluciones por las que se inclina frente a la derecha. La derecha se pone a la defensiva y dice: «Solo queréis regular el CO2 para poder cerrar fábricas y hacer que todos vayamos en bici a la comuna.» Ambos bandos caen en exageraciones como estas, el asunto se vuelve partidista […] y la guerra se extiende incluso sobre los propios hechos.»

No todo lo que tiene que ver con la ciencia, ni mucho menos, provoca estas reacciones encontradas. Pero, según Scrouton, ciertos asuntos científicos son susceptibles de generar estos conflictos:

«Todos los seres humanos tienen la sensación de que hay asuntos que trascienden su propia capacidad de afrontarlos caso por caso, con las posibilidades de que cada uno dispone. Son asuntos que ejercen un gran peso sobre nuestra consciencia, porque poseen  aspectos cuasi-religiosos: «Esto es enorme, yo solo no puedo resolverlo. Quizá tenga que ponerme de rodillas y rezarle a dios para que lo solucione, o puede que necesite que algún agente enorme, como el Estado, se encargue de ello y lo solucione por mí.»»

»[…] Estas son las verdaderamente las grandes divergencias en el seno de la naturaleza humana, las que enfrentan a unas personas con otras, independientemente de lo que piensen, e incluso puede que sean las que hacen que la gente piense de una manera y no de otra.»

Para Dan Kahan, profesor de Psicología en la facultad de Derecho de Yale, y director del programa de Cognición Cultural, que investiga cuáles son los valores culturales que conforman cómo nos enfrentamos al riesgo, los expertos son fundamentales:

«¿Cómo podemos saber que algo como «la Tierra es redonda» es cierto? No es que vayamos a hacer, nosotros mismos, experimentos para comprobarlo. […] Lo que hacemos es guiarnos por «quién sabe qué», ¿qué opinan quienes realmente entienden el asunto? Y esto no solo lo hacen los ciudadanos corrientes y molientes, sino también los científicos.

««Nullius in verba» capta el espíritu de la ciencia, sí, pero es ridículo. De hecho, confiamos en lo que los demás dicen sobre el asunto y partimos de ahí. Es una de las cosas asombrosas de las que nuestra especie es capaz, uno de los motivos por los que somos tan listos. Así es como sabemos tanto como sabemos.»

Los experimentos que dirige Kahan tratan de entender cómo, en una sociedad que cada vez desconfía más de la autoridad y que tiene a su disposición tantos expertos entre los que elegir, llevamos a cabo esta elección:

«Les mostramos imágenes de científicos y les describimos sus credenciales. Todos están formados en las mejores universidades, todos pertenecen a la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos […], y les preguntamos: ¿Tiene sentido que un ciudadano normal, a la hora de formarse su propia opinión sobre estos asuntos —cambio climático, energía nuclear, control de la venta de armas—, tenga en cuenta lo que dicen estos expertos?»

»Y resulta que la respuesta de las personas que se someten a nuestras pruebas dependen de si el experto que les mostramos se posiciona de una forma coherente con la imperante en el grupo cultural al que pertenece cada uno de nuestros sujetos.»

»En un momento dado, les pregunto: ¿Qué opinas del cambio climático? Y ellos son conscientes de que no saben, así que recurren al «¿Qué dicen los expertos?» y responden: «Todos los expertos que se me ocurren dicen tal, o cual.» El problema es que su elección está sesgada. Es mucho más probable que consideren experto a quien defiende una opinión que encaja con la que predomina en su propio grupo. Y así es como ambos grupos acaban teniendo ideas completamente opuestas de cuál es el consenso entre los expertos.»

Lo más fácil parece ser pues acusar al otro de formar parte de una conspiración (ya sea gubernamental o empresarial, según los gustos), o de algún otro tipo de perversión o corrupción, para poder así descartar su opinión.

En otro de sus experimentos, Kahan parte de un asunto poco habitual, donde la polarización es reducida, como la nanotecnología, y les ofrece a los sujetos más información. El resultado es llamativo: la polarización, entre distintos bandos políticos o culturales, aumenta. Disponer de más evidencias no propicia un mayor entendimientos, sino que hace que nos resulte más fácil juzgar el asunto en función de nuestros apriorismos.

Algo que debería ser motivo de preocupación en una época, como la nuestra, en la que cualquiera puede encontrar en internet «hechos» que encajen con sus ideas preconcebidas sobre cualquier asunto, en que, como diría David Weinberger, podemos «elegir nuestros propios hechos».

En Estados Unidos, es notoria la actitud anticientífica del Partido Republicano y de sus altavoces mediáticos, con la cadena Fox News a la cabeza; pero la izquierda, afirma Jonathan Haidt, no está libre de culpa, ni mucho menos: esta «rechaza ciertas «verdades incómodas», como por ejemplo la validez de los tests de inteligencia, cuyos resultados, dice, pueden resultar difíciles de aceptar para algunos. Y así, durante mucho tiempo la izquierda académica ha negado validez a estas pruebas, ha negado que ciertos rasgos se heredan, que las hormonas pueden afectar a nuestro comportamiento, porque esto podría explicar o justificar las diferencias entre sexos.»

«La conclusión general a la que llego –dice Haidt– es la siguiente: Si sabemos lo que un determinado grupo considera sagrado, podremos determinar qué aspectos de la ciencia rechaza. Todo el mundo niega le niega validez a la ciencia cuando le resulta incómoda

Pero, si ambos bandos se comportan así, ¿qué posibilidades hay de mantener una discusión racional e informada sobre el cambio climático, u otros asuntos polémicos? ¿Es poco realista suponer que es posible una conversación así?

Quizá, en última instancia, la solución pase por afianzar nuestras relaciones personales. Para hacer frente al «tribalismo moral» de sus alumnos, Jonathan Haidt hace que sus alumnos progresistas lean artículos de tendencia conservadora, y viceversa, y que intenten explicar las opiniones de los otros en términos que estos acepten. Aunque eso no propicia ninguna repentina «conversión», sí hace que cada tanto unos como otros al menos «no se odien tanto» y sean capaces de ver que los otros «no están chalados», que también tienen valores, dignos incluso de respeto, aunque no los compartan, lo que abre la puerta a una conversación, al «desacuerdo productivo», evitando caer en la demonización del otro, tan habitual y tan estéril.

Así, con proverbial flema británica, el presentador de Analysis termina con una recomendación que parece sensata: descorchar una buena botella de vino, sentarse alrededor de una mesa, y proseguir nuestra interminable conversación sobre lo humano y lo divino.

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