Jaron Lanier: Compartir la riqueza digital
George Dyson, autor de La catedral de Turing: Los orígenes del universo digital, presenta aquí un pasaje extraído de ¿Quién controla el futuro?, de Jaron Lanier, en el que el autor defiende una distribución más equitativa de la riqueza que se crea en internet.
Las revoluciones siempre encuentran la manera de decepcionar a sus impulsores. Basta con preguntarle a Marx. La revolución digital no es una excepción, y Jaron Lanier está aquí para recordárnoslo. Internet, tras su promesa inicial de descentralizarlo todo, ha hecho posible la mayor consolidación de riqueza, poder y territorio desde el imperio mongol.
Apple, Amazon, Facebook, and Google —los cuatro «servidores sirena» del apocalipsis— se están repartiendo el mundo entre ellos, y al resto no nos dejan más que las migajas. Apple, tras exhortarnos a «pensar diferente», está construyendo un futuro en el que todos tendremos que pensar de la misma manera. Amazon no es únicamente el centro comercial que acabará con todos los centros comerciales, sino también la tienda de la esquina que acabará con todas las demás tienditas. Facebook monetiza sin escrúpulos el grafo social. Google registra y vende todos y cada uno de nuestros movimientos.
Esto parece deprimente, pero la cosa es aún peor. Lanier argumenta que la economía digital amenaza con matar a la gallina de los huevos de oro: nosotros mismos. Imbuido del poder de internet, el ordenador personal, que en otra época fue una máquina para las masas, ha comenzado a eviscerar a la clase media.
Y ahora la buena noticia. Lanier también ofrece varias prescripciones, y los advenedizos que las sigan bien podrían imponerse a los dinosaurios que no lo hagan. Su consejo es sencillo: no basta con recaudar tributos (en forma de datos monetizables y creatividad individual) de los siervos que se afanan en lo más bajo de la economía digital, sino que hay que devolverles una parte de lo extraído. Lanier no se refiere únicamente al pago del impuesto de sociedades (el escándalo de Apple estalló tras la publicación del libro), sino que también incluye, por ejemplo, aplicar la misma maestría con los algoritmos que le permite a Google subastar palabras individuales con propósitos publicitarios para recompensar a los autores concretos que las escriben.
«Los autómatas se utilizaban principalmente con fines publicitarios», advertía Samuel Butler en sus notas para Erewhon Revisited, el retorno a la distopía tecnología que imaginó por primera vez en 1872. Nos avisaron entonces y nos vuelven a avisar ahora. Es mucho lo que nos jugamos, y su importancia no hace más que aumentar.
Extracto del capítulo 22 de ¿Quién controla el futuro?, de Jaron Lanier.
El panorama laboral en el mundo físico está cada vez más «vaciado». Cada vez es más habitual que la gente se gane la vida con trabajos sin porvenir, en el extremo inferior, o en trabajos de élite, en el superior.
En mi opinión, esto significa que la economía está obsoleta y debe ser reformada para estar a la altura del progreso tecnológico. Pero otros interpretan que son las personas las que están quedando obsoletas.
Como ya comenté antes, oigo este exasperante comentario muy a menudo: «Si hay muchas personas normales que ganan poco dinero en los mercados actuales, es porque tienen poco valor que ofrecer. No podemos intervenir para crear el espejismo de que son valiosas. Les corresponde a ellas demostrar que lo son.»
Vale, estoy de acuerdo. No abogo por crear falsos puestos de trabajo para generar la ilusión de que la gente tiene empleo. Eso sería degradante y toda una incitación al fraude y a la corrupción.
Pero es de lo más habitual que las compañías basadas en la red amasen enormes cantidades de dinero precisamente a base de darle valor a lo que las personas normales hacen online. El mercado no está diciendo que las personas normales no tengan ningún valor online; lo que sucede más bien es que se las ha excluido de su propio valor comercial.
Las propuestas en favor de una economía de la información humanista son recibidas muchas veces con una sonrisa de desdén. ¿Cómo podrían las personas normales, corrientes y molientes, tener algo que ofrecer en un mundo dominado por una élite tecnológica y por máquinas avanzadas?
Esta reacción es comprensible, ya que estamos acostumbrados a ver cómo languidecen las personas subempleadas. Pero hay ocasiones en las que estas dudas sobre el valor de los demás son muestra de unos prejuicios ofensivos.
Por ejemplo, en una situación en la que los inversores muestran una firme confianza a la hora de valorar en decenas de miles millones de dólares a un servidor sirena que acumula datos sobre personas, por muy remota que sea la posibilidad de que pueda llevar a la práctica un plan de negocio que proporcione unos beneficios proporcionales a la valoración. Y, al mismo tiempo, esos inversores son incapaces de imaginar que las personas, que son la fuente exclusiva de eso que les parece tan valioso, puedan tener algún valor.
Además, están los expertos que se lanzan sobre cualquiera que señale los disparates de lo que sucede últimamente en Silicon Valley. Si alguien se queja de que todos esos brillantes recién licenciados quizá podrían dedicarse a algo más sustancial que buscar nuevas maneras de colocar enlaces patrocinados ante los ojos de las personas, podemos esperar como respuesta un rigurosa defensa del valor no monetario que crea la computación en la nube actual. Por ejemplo, Twitter aún no ha encontrado el modo de ganar mucho dinero, pero se le defiende con argumentos como este: «¡Hay que tener en cuenta todo el valor informal que está generando al hacer que la gente conecte mejor entre sí!»
Sí, fijémonos en todo ese valor. Es real, y si queremos que la economía basada en la información crezca, ese valor debería formar parte de nuestra economía. ¿Por qué de pronto es beneficioso para el capitalismo que una parte cada vez más importante del valor total no quede reflejada en la contabilidad?
¿Por qué debe darse la situación de que, desde la perspectiva del servidor sirena, el hecho de saber lo que hacen las personas normales es extraordinariamente valioso, mientras que, desde un punto de vista personal, esos mismísimos datos normalmente solo permiten obtener unas míseras migajas, en forma de sofás donde pasar la noche o efímeros subidones de ego?
O, por decirlo de otra manera, una vez que sectores como los del transporte, la energía y la sanidad empiecen a estar mediados por el software, ¿no deberían las industrias de la comunicación y el entretenimiento ganar mayor importancia relativa en la economía, haciéndose con una parte más grande del pastel? Pero son precisamente estas industrias las que hasta ahora el software ha contribuido a socavar.
Cada vez que un determinado tipo de tarea es susceptible de ser automatizada, ganan visibilidad otras que no pueden serlo. Desde un punto de vista económico, la cuestión es quién paga por lo que hacen las personas normales más allá del horizonte de automatización en determinada fase histórica.
Siempre que se les pague por su labor a quienes realizan las tareas que no se pueden automatizar, sobrevivirá una economía humana íntegra. Pero, si quienes reciben ese dinero son quienes gestionan los ordenadores más potentes de la red, esa economía dejará de ser íntegra.
Así las cosas, en una economía de la información humanista y una vez que el software en la nube, combinado con los robots y otros dispositivos, pudiese satisfacer la mayoría de las necesidades y deseos vitales, ¿obtendrían las personas el suficiente valor unas de otras como para ganarse la vida? O, por decirlo de una manera más directa: «A largo plazo, ¿residirá el suficiente valor en las personas normales como para justificar la existencia de una economía?»
Para poder encontrar una respuesta, debemos partir de ideas ya familiares sobre lo que las personas pueden hacer por los servidores sirena, y modificar ligeramente la cuestión para centrarnos en lo que las personas pueden hacer en su propio beneficio y en el de los demás. Hay al menos dos respuestas evidentes.
La primera es que las personas muestran un interés infinito en lo que otras personas expresan online. Cantidades enormes de personas encuentran público para sus tuits, blogs, publicaciones en redes sociales, modificaciones de artículos en Wikipedia, vídeos en YouTube, fotografías, colecciones de imágenes o divagaciones, así como para reacciones y remezclas de segundo orden de todo lo anterior. ¿Es realmente tan osado predecir que, en el futuro próximo, una gran cantidad de personas seguirá ofreciendo este valor online, siempre que este se registre de forma completa e íntegra?
Llegado este punto, alguien diría que toda esta actividad es insustancial, que no es la base de una economía. Pero, una vez más: ¿por qué es insustancial cuando beneficia a las personas que la realizan, pero tiene un valor real cuando el beneficiario es un remoto servidor sirena?
La economía no gira alrededor de nuestras propias preferencias sino que, una vez que conseguimos elevarnos por encima de las necesidades básicas y alcanzar un estatus de clase media, lo hace alrededor de las preferencias de los demás, tanto si nos gusta como si no.
Es difícil decir qué proporción de la economía actual está basada en la preferencia y no en la necesidad, ya que, como señaló Abraham Maslow, la línea divisoria entre ambas se desplaza con el tiempo. Como mínimo, no solo la industria del entretenimiento, sino sectores enormes, como la cosmética, los deportes y el ocio, el turismo, el diseño, la moda, la hostelería y la restauración, las aficiones, la cosmética, la cirugía plástica y la mayoría de actividades propias de los geeks deberían contabilizarse como «preferencias» que se han convertido en necesidades, en lo que al comercio se refiere.
Todos estos sectores, tanto si se interpreta que satisfacen deseos o necesidades, seguirían siendo monetizables en un contexto de computación humanista, por mucho que avance la tecnología. Cuando en nuestros hogares existan robots capaces de construir otros robots que produzcan prendas de ropa a partir de diseños encontrados online, el negocio de la moda podría acabar desmonetizado, dependiendo de si la contabilidad del valor es completa o no. En una economía de la información humanista, la contabilidad será completa, las personas seguirán pudiendo ganarse la vida como diseñadores, fotógrafos o modelo, y alcanzarán así la dignidad.
En una economía humanista digital, la economía estará más integrada en el entorno, y los diseñadores seguirán ganándose la vida, aunque sea un robot casero el que cosa las prendas. Y quien las lleve también podría ganar algo de dinero sin buscarlo por el hecho de popularizarlas.
También es de esperar que en el futuro surjan continuamente nuevos deseos y necesidades. ¿Quién sabe cuáles serán? Además de recetas que serán preparadas por glándulas artificiales, también podrían descubrirse modificaciones genéticas que harían más confortables los viajes espaciales, o patrones neuronales que despertarían capacidades especiales latentes en nuestro cerebro, como una mejor aptitud para las matemáticas.
Suceda lo que suceda, si su control se puede transmitir a través de una red en forma de información, habrá que tomar la decisión de si queremos monetizar dicha información o no. Incluso en el caso de que el dinero como concepto quede obsoleto, aún habrá que tomar la decisión sobre si la capacidad de influencia estará centralizada o bien distribuida más cerca de las personas que son la fuente del valor.
Si la respuesta a los deseos o necesidades acaba siendo desmonetizada, salvo para el servidor sirena central que todo lo ve, entonces el progreso de la tecnología digital provocará la parálisis tanto del capitalismo como de la democracia.
Fuente: Share the Digital Wealth | strategy+business
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