Resistencia: Scott Kelly y su año en el espacio

«He aprendido que subir a un cohete que puede matarme es a la vez un enfrentamiento con la muerte y una aventura que me hace sentir más vivo que ninguna otra cosa que haya experimentado. He aprendido que la hierba huele de maravilla, que sentir el viento es asombroso y que la lluvia es un milagro.

He aprendido que seguir las noticias desde el espacio puede hacer que la Tierra parezca un remolino de caos y conflicto, y que ver la degradación ambiental causada por los humanos es desolador. He aprendido también que nuestro planeta es la cosa más hermosa que he visto nunca y que somos afortunados de tenerla.»

Con estas emocionantes palabras, con las que cierra su libro Resistencia, resume Scott Kelly la extraordinaria experiencia de permanecer en la Estación Espacial Internacional (EEI) 340 días, casi un año entero: 231.498,541 kilómetros recorridos. 10.880 amaneceres y anocheceres. 5.440 órbitas alrededor de la Tierra.

El 27 de marzo de 2015, Kelly llegó a la EEI con la misión de pasar prácticamente un año en el espacio, el mayor tiempo de permanencia fuera de la Tierra por parte de un ser humano hasta el momento. Los 340 días que iba a vivir sometido a la ingravidez, a la radiación y a los niveles elevados de CO2 habrían de servir para que las agencias espaciales determinaran si el cuerpo humano podría soportar un viaje a Marte. A tenor de la apasionante experiencia de este estadounidense, la respuesta es afirmativa. Estamos preparados para llegar al Planeta Rojo, aun cuando sea con dificultades.

Relato de una vida

Es a partir de esta sugerente premisa que surge Resistencia. Un año en el espacio, la narración en primera persona de la epopeya que supone permanecer todo un año en un entorno absolutamente hostil al ser humano, tiempo durante el que este hombre ha visto y vivido cosas que prácticamente ninguno de nosotros veremos o experimentaremos nunca. Pero Resistencia no es únicamente el relato de los 340 días que Scott Kelly pasó encerrado en los contenedores diminutos que forman la Estación Espacial Internacional, sino también la historia previa: el relato de un adolescente que siendo un desastre como estudiante decidió convertirse en piloto de un F-17 y, después, en comandante de uno de los aviones más complejos de la época: el transbordador espacial.

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Así fue como Scott Kelly se convirtió en astronauta y así fue como, después de tres misiones al espacio, recibió el encargo de pasar todo un año orbitando la Tierra. Conseguir que le asignaran ese trabajo no fue sencillo, principalmente por sus problemas de salud. Las ocasiones anteriores en que había abandonado la atmósfera -y, por tanto, en las que se había visto sometido a un exceso de radiación- le habían provocado problemas en la visión y, más importante, le habían generado un cáncer de próstata que no obstante logró superar gracias a la cirugía. Un historial médico que hacía inviable su elección para la misión. Sin embargo, Kelly tenía un as en la manga. Sugirió a sus superiores que él era el candidato ideal porque tenía un hermano gemelo (Mark, también astronauta) con quien podrían cotejar los cambios experimentados en su cuerpo tras pasar un año en el exterior.

Scott Kelly (izqda.) junto a su hermano Mark, también astronauta.
Scott Kelly (izqda.) junto a su hermano Mark, también astronauta.

El argumento era incuestionable. El hecho de que Kelly tuviera un «doble» en la Tierra permitiría a los científicos comparar la evolución física (incluso genética) del astronauta tras vivir todo un año en la Estación Espacial Internacional. Y eso era algo que ningún otro candidato podía ofrecer.

Cuando tenían cinco años, los gemelos Scott y Mark Kelly estaban frente al televisor en el momento en el que el primer hombre pisó la Luna: Neil Armstrong. Desde entonces, los dos supieron que querían volar al espacio. Pero, en el caso de Scott, hubo un segundo acontecimiento que habría de reafirmar aquel sueño infantil. Ocurrió cuando ya era un universitario. Un día cayó en sus manos un ejemplar de Elegidos para la gloria. Lo que hay que tener, de Tom Wolfe, y su lectura le impresionó tanto que decidió convertirse en piloto de la Marina.

Aquellos dos chavales provenían de una familia dominada por un padre alcohólico, maltratador y resentido que no les incentivó a conseguir sus objetivos, pero al mismo tiempo contaban con una madre que les enseñó a perseguir sus sueños. Y no fue poca la ambición de Scott Kelly, porque, siendo un pésimo estudiante y un pequeño diablo, se esforzó por entrar en la Marina y, más complicado todavía, por convertirse en piloto de un F-14.

Pero Scott Kelly no tenía suficiente con pilotar el mejor aparato del mundo. Quería más. Y sólo existía un avión por encima del F-14: el transbordador espacial. En 1995 rellenó la solicitud para convertirse en astronauta. En su mente vibraba la posibilidad de pertenecer a la primera generación que pisaría Marte y, aunque ese sueño quedó congelado con los presupuestos para exploración espacial, la construcción de la EEI dio nuevas alas a su imaginación.

Scott Kelly participó en tres misiones espaciales antes de instalarse en la EEI durante 340 días: viajó al espacio para realizar una reparación de emergencia del telescopio Hubble, llevó material de repuesto a la Estación Espacial Internacional y permaneció 159 día en esa misma estación. De esta última misión regresó con problemas oculares y con un cáncer de próstata (los astronautas tienen 30 veces más de posibilidades de generar un cáncer que el resto de los mortales) que logró superar sin grandes consecuencias físicas.

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Antes de iniciar su cuarta misión, Scott Kelly tuvo ocasión de charlar con Alan Gross (el trabajador social encarcelado en Cuba bajo la acusación de trabajar para la CIA), quien le dio un consejo para permanecer todo un año encerrado en la EEI: «Me sugirió que mientras estuviese en el espacio debía contar hacia arriba -los días que llevaba allí- en lugar de hacia abajo el número de días que me quedaban para volver. “Se te hará más fácil así”, me dijo. Y eso fue exactamente lo que hice».

Un año en el espacio

Tras despedirse de su pareja y de sus dos hijas adolescentes, Kelly viajó a Rusia, en concreto a la conocida como «ciudad de las estrellas», para embarcar en la Soyuz junto al comandante Gennady Padalka y a su compañero de misión Mijaíl Kornienko. El 27 de marzo de 2015 se acoplaron a la Estación Espacial Internacional, donde les esperaban los tres astronautas que ya estaban allí y que formarían parte de los trece compañeros con quienes Kelly convivió durante los 340 días que duró la misión.

«A diferencia de los primeros tiempos de los vuelos espaciales, cuando lo que contaba era la habilidad del pilotaje, a los astronautas del siglo XXI se nos elige por nuestra capacidad para llevar a cabo numerosas tareas de distinto tipo y llevarnos bien con los demás, sobre todo en circunstancias estresantes y en espacios reducidos durante largos periodos de tiempo».

Este fue uno de los experimentos científicos más delicados que Kelly llevó a cabo durante su año en el espacio…
Este fue uno de los experimentos científicos más delicados que Kelly llevó a cabo durante su año en el espacio…

Como Kelly ya había estado en la EEI anteriormente, una de las primeras impresiones que recibió cuando entró de nuevo en aquel receptáculo fue, curiosamente, una reminiscencia: la del olor.

«A medida que se disipa el olor a espacio, empiezo a detectar el olor característico de la EEI, tan familiar como el del hogar de mi infancia. Este olor se debe en su mayor parte a los gases que emite el equipamiento y todo lo demás, y es lo que en la Tierra llamamos olor a coche nuevo. Aquí es tan intenso porque las partículas de plástico están en ingravidez, como sucede también con el aire, y se inspiran con cada respiración. Hay también un ligero olor a basura y un tufillo de olor corporal. Aunque sellamos la basura lo mejor que podemos, solo nos deshacemos de ella cada varios meses, cuando llega una nave de reabastecimiento que, una vez vaciado el cargamento, se transforma en camión de la basura».

Scott Kelly es un astronauta práctico y concienzudo. No es un hombre que se entretenga reflexionando sobre la condición humana o sobre la existencia de Dios, sino un piloto que, tan pronto como se instala en la EEI, dedica su tiempo al mantenimiento del equipamiento y a los más de cuatrocientos experimentos (todos relacionados con la gravedad) que le han encomendado.

«Al principio de mi carrera como astronauta no tenía claro si quería volar en la Estación Espacial Internacional: la mayor parte de lo que hacen los astronautas en la estación es ciencia. A fin de cuentas, soy piloto. El objetivo que me había llevado a convertirme en astronauta era pilotar aeronaves cada vez más exigentes, hasta que llegué al aparato más difícil de pilotar de todos: el transbordador espacial. Diseccionar un ratón dista mucho de aterrizar con el transbordador especial».

Con todo, a medida que pasaban los días, las semanas y los meses, su condición humana se fue imponiendo, y a lo largo de sus memorias el astronauta desliza algunos comentarios cargados de poesía. Especialmente significativas son sus alusiones a la nostalgia, que se dan en tres ocasiones. La primera aparece cuando se da cuenta de que echa de menos la naturaleza:

«Cuesta explicar a quienes no han vivido aquí hasta qué punto se echa de menos la naturaleza. En el futuro existirá una palabra para nombrar la clase particular de nostalgia que sentimos por los seres vivos».

La segunda, cuando observa la Tierra desde una de las ventanillas del contenedor espacial en el que ya lleva meses viviendo:

«Aunque aquí arriba todo es estéril e inerte, sí tenemos ventanas que nos ofrecen unas vistas fantásticas a la Tierra. Es difícil describir la experiencia de mirar al planeta desde arriba. Siento como si conociese la Tierra de una manera más íntima que la mayoría de la gente: el litoral, la orografía, las montañas y los ríos».

Y la tercera cuando, quedando ya pocos días para su regreso a la Tierra, siente nostalgia por el lugar que está a punto de abandonar.

«Pienso también en lo que echaré de menos de este lugar cuando esté de vuelta a la Tierra. Es una sensación extraña, esta nostalgia anticipada, nostalgia de cosa que aún me están pasando cada día y que, con frecuencia, como justo ahora, me molestan».

Por suerte, Scott Kelly no es un hombre que se deje llevar por los sentimientos, algo que podría traerle serios problemas en un lugar tan apartado del mundo como es la Estación Espacial Internacional. Sabe que debe mantenerse frío para no enloquecer, así que se concentra en su trabajo y obedece las instrucciones que, cada cinco minutos, le envían desde el centro de mando. De hecho, cuando siente que la moral le flaquea, echa mano al único libro que ha traído (Endurance. El legendario viaje de Shackleton al Polo Sur, de Alfred Lansing) y se da cuenta de que su aventura es incluso menos peligrosa que la emprendida por los grandes exploradores del siglo XIX. O se concentra en el trabajo para evitar que los pensamientos negativos inunden su mente. Así, se pasa los días haciendo ejercicio, controlando los niveles de CO2, arreglando el sistema de evacuación de residuos (el retrete), recibiendo a las naves de reabastecimiento de suministros y haciendo experimentos científicos con ratones, plantas o incluso consigo mismo.

«Aunque tengo los ojos cerrados, cada cierto tiempo iluminan mi campo de visión unos destellos cósmicos debidos al impacto de la radiación con mis retinas que crea la sensación de luz».

Pero, si algo resulta especialmente emotivo para el lector de sus memorias, sin duda son los paseos espaciales. Scott Kelly tuvo que salir al exterior en dos ocasiones y, cuando se encontró flotando con la Tierra a sus pies, no pudo evitar que el poeta que todo astronauta lleva en su interior hiciera acto de presencia.

Scott_Kelly-Resistencia-paseo_espacial

«La inmensa cúpula azul de la Tierra se cierne sobre mi cabeza como un planeta extraterrestre cercano en una película de ciencia-ficción, y da la impresión de que podría caer sobre nosotros. Por un momento, me siento desorientado. Me pregunta dónde tengo que buscar el punto de sujeción, una pequeña anilla a la que enganchar la correa de seguridad, pero no sé en qué dirección hacerlo».

En definitiva, el gran triunfo de Resistencia es que no solo nos explica los grandes retos a los que se enfrenta la exploración espacial –algo que, por otro lado, esta obra hace de forma apasionante, lo que ya constituye un gran mérito de por sí–, sino que además destila una emocionante humanidad. En sus memorias, Scott Kelly nos revela cuáles fueron los retos más extremos que tuvo que afrontar en su misión: los devastadores efectos corporales, el total y absoluto aislamiento de todas las comodidades terrestres o los catastróficos riesgos de chocar contra basura espacial, pero sobre todo ello prevalece el testimonio más emocional, el relato rebosante de humanidad, compasión, sentido del humor, entusiasmo y determinación de este héroe moderno. Un relato ejemplar, al cabo, sobre el triunfo de la imaginación, la fuerza de la voluntad humana y las maravillas infinitas de la galaxia.

Scott Kelly: Resistencia. Un año en el espacio | Por amor a la ciencia

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